***
La habían vestido esa noche con un vestido de terciopelo verde oscuro con el que ella se sentía incómoda. No le gustaba llevar vestidos, ni leotardos porque picaban. Tampoco le gustaba llevar cosas en el pelo, y aquel día la habían peinado y atado un lazo de cuadros que combinaba el color del vestido con tonos rojos.
- ¡No está recto! -gritó la niña a su madre señalándose el lazo-. No está fuerte. Se me va a caer.
- Sí lo está. No te lo toques -le advirtió su madre.
- ¡Mira, mira, mira...!
La niña comenzó a tirarse del pelo para hacerle ver a su madre que no tenía razón y que el lazo estaba mal colocado y flojo.
- ¡Ves! -gritó la niña casi al borde de la histeria con lágrimas en los ojos al ver que el peinado no estaba lo suficientemente bien hecho para ella.
Su madre trató de respirar y tranquilizarse, pero pensó que siempre tenía el mismo problema con el pelo de su hija, así que fue hacia ella con paso decidido y le pegó un azote en el culo que la hizo derramar las lágrimas que ya tenía en los ojos, pero no lloró más por orgullo.
Volvió a hacerle el peinado, esta vez atándole el lazo bien fuerte para que la niña no se quejara. Y no lo hizo.
Cuando acabó, dejó a su hija que se mirara en el espejo del cuarto de baño al que solo podía llegar si se subía en la tapa de la taza del váter. Veía su reflejo entre las lágrimas que se enjugó en la manga de su vestido de terciopelo.
No estaba como ella quería, pero no podía decir nada más, por lo que puso la cara más larga que pudo, aún con lágrimas en los ojos, y se dirigió al salón a esperar.
***