viernes, 21 de agosto de 2015

En un futuro...

No faltaba ni un solo día. Cuando el reloj daba las cinco de la tarde, él se presentaba en el mismo lugar y esperaba. La rutina era la misma de siempre. Sólo tendría que esperar diez minutos, quince como mucho, para verla salir.
Apagó su coche tras aparcarlo en la plaza que ocupaba a diario sobre aquella hora y esperó mientras se encendía y fumaba un cigarro dentro del vehículo. El intenso olor a tabaco impregnaba cada recodo del coche. La tapicería ya estaba desgastada por los años, y el humo de muchos cigarrillos se había extendido dentro del automóvil, de modo que aquel tufo había quedado atrapado de manera permanente en su interior, y ya era casi imposible que desapareciese aunque le hiciesen un lavado completo. Pero allí dentro no solo olía a tabaco. Era una mezcla de aromas, y todos ellos resultaban desagradables: sudor, grasa, ceniza, costo... Cualquiera que no estuviera acostumbrado notaría la apestosa amalgama de olores de dentro del coche y jamás volvería a pisarlo. El olor era tan fuerte y penetrante...

El hombre se terminó el cigarro y tiró la colilla dentro del cenicero del vehículo, que ya contenía demasiadas, desparramando por las alfombrillas un poco de la ceniza que había en su interior, pero apenas le importó y tan rápido como cerraba la tapa del cenicero cogió de nuevo la cajetilla de tabaco para sacar otro cigarrillo y encenderlo mientras seguía esperando.
Tenía la mala costumbre de sacar el plástico que envolvía las cajas de cigarros y hacer una bola para después tirarla, ya fuera al suelo o a la persona que le acompañara en ese momento, y con la que tuviera la suficiente confianza como para realizar aquel gesto tan desagradable.
En ese momento no había nadie más con él en el coche a quien poder tirarle la bolita de plástico, por lo que la echó sobre el salpicadero del coche, el cual estaba lleno de marcas de pegamento y pequeños agujeros que había hecho colocando gran cantidad de pins que, posteriormente, había quitado, pero que permanecieron durante mucho tiempo allí.

Fumó igual de rápido el segundo como el primer cigarrillo. Las puntas de los dedos de su mano derecha estaban amarillentas y en ellas también permanecía aquel olor rancio característico que poseen las personas que fuman demasiado durante toda su vida. Además, los callos que tenía en ambas palmas y en cada yema no las hacían ver mejor.
Una vez acabó el cigarro, abrió el cajetín colapsado de ceniza y colillas y apagó nuevamente el filtro volviendo a derramar las diminutas motas grises, blancas y negras sobre el suelo del coche y, al levantar la cabeza y mirar a través de la luna del coche vio a quien quería ver. 
Estuvo un largo rato quieto, pensando que si se movía lo más mínimo sería capaz de descubrirle, pero era imposible que le viera allí, ya que se encontraba a larga distancia.

La vio tan mayor y recordó lo pequeña que era cuando la sostuvo por primera vez entre sus manos. Unas gruesas lágrimas cayeron por ambos lados de su cara, recorriendo el camino que habían dejado los surcos de arrugas por sus mejillas hasta caer en la camisa que llevaba metida por dentro del pantalón. Veía cómo caminaba con una sonrisa en la cara mientras hablaba con otras personas a su alrededor, mientras él permanecía callado, llorando en silencio dentro de su coche. Aquel coche en el que tantas veces la había montado y la había llevado a tantos sitios en los que habían disfrutado como una familia feliz, una familia unida.

-Ais... -dijo con la voz entrecortada- Que tonta has sido...

Pensó en lo mucho que había crecido, en que ya se había convertido en toda una mujer, y él no había estado presente. Se había hecho mayor sin él en su vida. Se había perdido tantas y tantas cosas... Había sabido seguir adelante sin su ayuda, sin él a su lado para apoyarla, porque seguramente tenía a otros muchos que sí habían estado a su lado.

-Pero yo no.

Más lágrimas se deslizaron por su envejecido y deteriorado rostro. Por un momento se debatió entre seguir llorando en silencio y contener las lágrimas para no parecer débil, pero no podía, le dolía demasiado verse así. Ver cómo de rápido había llegado el futuro sin haber podido hacer nada en el pasado.

Se había perdido tantas y tantas cosas... Pero no solo desde que no estaba en su vida, sino también habiendo estado en ella.

jueves, 6 de agosto de 2015

No lo era

No era el mejor día para caminar por la calle a solas; es decir, en las películas, cuando el personaje principal pasa por ese momento de apatía característico en el que no quiere saber nada de nadie y se aisla para aclarar sus ideas y poner en orden sus pensamientos, debatiéndose entre elegir si hacer lo correcto o lo fácil, o decidirse por cuál de todos sus pretendientes es el que más le conviene para formar una familia estúpida y falsamente feliz, se pinta un escenario que concuerda perfectamente con su estado de ánimo: un día nublado y gris, en el que finalmente cae el diluvio universal sobre el personaje que deambula por una ciudad abarrotada de gente que, casualmente, visten todos de un mismo color gris asfalto, portan paraguas negros y caminan en una única dirección (contraria a la del protagonista) como si fuesen al entierro de alguien conocido por la ciudad al completo; todo ello mientras suena una canción cuyo autor es un hombre de voz rasgada y quejumbrosa cuya letra habla perfectamente de la situación que vive el personaje y de lo arrepentido o dolido que se siente y de lo mal que lo está pasando. Pero, por todo esto, hoy no era el mejor día para sentirse protagonista de una película así, pues el día no acompañaba en absoluto.
Teniendo en cuenta que nos encontramos en pleno verano, donde por geografía suele llover poco en esta época del año, cuyo calor es asfixiantemente seco, en el que el cielo cada día puede ser más azul que el anterior y donde las nubes parecen haber sido dibujadas por una niña de 9 años a la que le han enseñado que éstas son blancas y esponjosas como el algodón, no lo era para nada. Y, por si fuera poco, el brillante día bañado por el espléndido sol al que solo le falta la cara del bebé de los Teletubbies, en la vida real no suele sonar música que exprese tu estado de ánimo. No hay ninguna canción, a menos que vayas al metro y te quedes al lado del colega del teclado esperando a que toque alguna otra canción que no sea "el tema principal de El Padrino" (porque ese tema no encaja dentro de la vida de una persona que no tenga, como poco, sangre siciliana).
Y, repitiéndome de nuevo, no era el mejor día para sentirse sola y caminar por la calle. El sol pegaba de lleno en el asfalto que levantaba un calor insoportable. Por lo que tuve que volverme a casa. A una casa sola, completamente vacía... Y yo lo único que quería que estuviese vacía era mi cabeza. Pero no, por lo que fuere, en mi cabeza siempre había ruido. Ruido y también calor.
La alternativa a caminar era quedarse sentada, y eso fue lo que hice nada más llegar a casa. Sentarme. Concretamente, cerrar la puerta y escurrir hasta tocar el suelo con el culo y estirar las piernas. Dejar los brazos caer y las manos apoyarse en el parqué como si fuesen las de un muerto que acababa de derrumbarse. Quedarme allí, en silencio, era mi mejor opción. 
El silencio lo quería inundar todo. Y yo quería que triunfase en ese momento. Que no se escuchara nada. Si acaso, solo el ruido de la calle, del sol ahogándolo todo a su paso, de los jadeos de cansancio de aquellos que se paseaban afuera, del suave aleteo de algún pájaro aventurero que se atrevía a volar a esas horas, del ruido de los atronadores motores de los coches que circulaban por las calles próximas a mi casa, del ladrido de algún perro...
Pero en mi cabeza seguía habiendo ruido. El ruido provocado por una única voz: la mía. Una voz que modulaba, cambiante: a veces inquisitiva, a veces rompedora... Que carcome la moral de una, que se centra en ser sumisa. Una voz que no es fuerte, no planta cara, simplemente se amolda. Huye. Aunque no puede hacerlo, porque le gusta hacer ruido.
No era el mejor día ni para caminar, ni para quedarse en casa. No había opción buena. No era día para que hubiese una opción buena. 
¿O quizá sí?
La alternativa a caminar era sentarse, y la alternativa a sentarse era permanecer tumbada.
Así que decidí hacerme un ovillo. Adoptar una posición fetal en el suelo, el caluroso suelo (porque ni dentro de las casas se está a salvo del calor). Y mecerme lentamente. Susurrar que se estaba bien, que se estaba a salvo, era la única solución.

martes, 4 de agosto de 2015

Puedo demostrarte...

Puedo demostrarte que te quiero por mucho tiempo que pase, porque quien quiere de verdad lo hace para siempre.

"Volví la mirada y te vi sonreír y 
creí que ya me habías olvidado; 
pero entonces miré más allá y 
vi lo que te hizo hacerlo. 
Era un recuerdo, pero era nuestro".