viernes, 19 de junio de 2015

El Hotel

Todas las noches me encuentro en el mismo edificio. Parece un hotel. Algunas veces estoy al final de un largo pasillo, con habitaciones de puertas muy blancas a los lados en los que el único tono de color es un sutil dorado que reflecta el número de cada cuarto; cuyas paredes son del mismo color que las puertas, y donde una larga y acolchada moqueta beige se extiende por todo el corredor. Pero, otras veces aparezco en un espacioso salón, de paredes amplias, techos altos y grandiosas cristaleras donde brillan las luces que desprende una majestuosa lámpara de araña que hay colgada en el centro del salón, y bajo ésta, de semejante tamaño, una mesa circular de madera de caoba con relieves laterales de colores más claros. El suelo de la sala es de mármol travertino que recientemente ha debido ser pulido y encerado.
Da igual en cuál de los dos lugares esté, lo importante es el ascensor frente al que me hallo. De puertas metálicas que se abren con suavidad, sin hacer ningún ruido; tan solo el leve tintineo de una campana que avisa de su llegada a la planta.
Cruzo la puerta del ascensor dejando el suelo firme atrás y entrando en la cabina que pende de unos cables. El ascensor suele tener unos vanos verticales acristalados que dan al exterior. Siempre es de noche. El hotel se encuentra en lo alto de una montaña y, a lo lejos, se puede ver un pueblo muy pequeño iluminado por algunas luces que se esparcen. 
Dentro del ascensor hay un espejo, en el que trato de no verme reflejada, pero abarca casi todo el cubículo así que me veo obligada a ver que llevo un vestido de gala de color rojo brillante y mi largo cabello oscuro, recogido en un discreto moño italiano despeinado. De mis orejas cuelgan unos bonitos pendientes largos de cristales. Apenas puedo ver los zapatos que llevo puestos debido al largo del vestido.
Me avergüenza ver mi reflejo y miro más allá en la superficie reflectante: hay alguien más dentro del ascensor. Un hombre, alto, de espaldas anchas y pelo oscuro que mira por la cristalera hacia la noche. Vestido de traje. No consigo verle la cara. Tampoco él dice nada.
Me coloco delante de la puerta de la cabina y miro que no hay panel para pulsar el número de la planta a la que quiero ir. Pero ya no puedo salir del ascensor porque las puertas se han cerrado con un leve zumbido. Miro hacia el dintel del ascensor y hay una pequeña pantalla que proyecta el número "veinte" en un color blanco. Cuento con el ascensor. Noto la máquina bajar lentamente.
Diecinueve...
Respiro.
Dieciocho...
Continúa bajando.
Diecisiete...
Cierro los ojos.
Dieciséis...
Continúo respirando.
Quince...
Cojo el aire por la nariz.
Catorce...
Lo suelo despacio por la boca.
Trece...
...
...
...
Y es entonces cuando me duermo.
No soy capaz de llegar a la planta baja de ese hotel. Ni tampoco de verle la cara al hombre que me acompaña. Ni saber si llega a salir o permanece quieto y distante.
Algún día descubriré qué hay más abajo en este hotel. Por qué llevo un vestido puesto. O qué hago ahí.
Mientras...seguiré durmiendo.

lunes, 15 de junio de 2015

Alergia a las nubes

Hace un día bastante gris. De esos que no iluminan una estancia a pesar de tener las ventanas abiertas de par en par. De los que la nimia luz que desprenden te obliga a permanecer tumbada en la cama. Esos días en los que no hay apenas diferencia entre abrir los ojos y no abrirlos.
Me mantengo acostada esperando que se filtre algún rayo de sol que me anime a salir del cuarto; pero pasa el tiempo y el rayo no llega. Y me digo a mi misma que quizás sea buena idea ir en busca de ese haz que me saque de esta penumbra. Pero creo que tengo alergia a los días así, a los días sin luces ni colores, empañados por las nubes que encapotan el cielo.
"Pero, tras las nubes, hay un cielo azul esperándome ahí fuera" -me digo en voz muy baja, como si fuera un secreto.
Los ojos se me empañan. Soy consciente de mi realidad, pero esta maldita alergia no me deja tranquila, y me escondo bajo las sábanas esperando que se pase.
"Si sales, la alergia se irá" -me prometo pensando que lo que me digo es verdad, pero sin tener la certeza de que lo sea.
Y, por fin, hay algo que me impulsa: y decido salir de la cama y levantar las persianas y correr las cortinas para que la poca luz que haya se cuele por las ventanas porque, a pesar de ese cielo que ahora se ve gris, siempre aguarda detrás un precioso azul celeste.

Porque la cura para mi alergia a las nubes es buscar ese cielo despejado.


martes, 2 de junio de 2015

En Jaque Mate

Noto sus penetrantes ojos recorriendo mi espalda de arriba a abajo, y le escucho suspirar y removerse cómodamente en su trono. Y, a su lado, la reina cuya mirada inquisitiva tengo clavada en mi nuca y puedo oír sus pensamientos, deseando que me expulsen la primera del tablero.
Comienza el juego. Ellos empiezan, y yo miro a mi alrededor para ver cuál de nosotros es el primero en salir. La partida avanza y soy de las últimas en moverme. Pocos de los que son como yo, quedamos dentro del tablero. Tengo vagas oportunidades de comerme (o que me coma) uno de los míos. Así que, como siempre, toca aspirar alto...

Pero tras un largo rato, es momento de dejarse llevar. Me siento como lo que soy: un peón. Una marioneta en manos de aquellos que quieren jugar. 

Me mantengo alejada de los alfiles, quienes se han ido a por los más débiles. Y los caballos, con su "L", tienen gustos muy complejos. Me intrigan las torres y sus ideas fijas, fieles al dicho "quien la sigue, la consigue". Y el rey, tan aburrido como siempre, acaba dejándose hacer.

Voy a terminar este juego esperando que sea a mi a quien le den Jaque Mate.

Marcas

Cuando alguien te marca lo notas, lo sientes. Es como ese arañazo en la espalda o ese mordisco en el cuello que haces cuando disfrutas de algo o de alguien. 
Pero esta clase de marca es más profunda que todo eso. Se adentra en ti. 
Es una sensación tan extraña, tan difícil de explicar, que se manifiesta en forma de sonrisa si te marca para bien, o en lágrima, si lo hace para mal. Y tan profunda es que al sonreír lo haces por dentro y también por fuera, y te hace brillar, brillar con luz propia porque la felicidad ilumina. Pero cuando te marcan con tristeza, ésta te enturbia el rostro y la mirada, y te sientes como si una nube estuviera encima, tapando la luz del sol.

Pero ni todas las marcas que parecen buenas son buenas, ni todas las malas, son malas. 
 Así que si marcas a alguien, que sea bien... 
con unos dientes en el cuello.